miércoles, 27 de agosto de 2008

Las otras maravillas con Nacho Ares...

LA LOSA DEL REY PACAL
nachoares70@gmail.com / www.nachoares.com



El hallazgo más importante de Alberto Ruz (1906-1979), fue el descubrimiento en 1952 de la tumba del Señor de Pacal (615-683 d. de C.), en lo más profundo del templo de las Inscripciones en Palenque, en el estado de Chiapas (México). Su complejo arqueológico se encuentra a unos 8 kilómetros al sur de la población de Santo Domingo del Palenque, en el extremo sur de la península del Yucatán. En 1949 el monumento apenas era visible al estar sumergido en una densa cortina de vegetación. Nunca antes se había explorado de una manera científica y todo parecía indicar que este edificio podía albergar gran cantidad de tesoros. Los trabajos de “deforestación arqueológica” no tardaron en sacar a la luz una enorme construcción de forma piramidal de ocho plantas. En la última plataforma se encontraba el acceso a un templo. Dentro de él, Ruz se vio atraído por una de las losas centrales del suelo. Las escenas de los relieves de las paredes no se detenían al llegar al suelo. Parecía que continuaban por
debajo de éste. Esto, junto con la forma de la losa señaló al arqueólogo que algo debía de haber debajo del templo. A finales de mayo de 1949, Ruz descubrió la presencia de una escalera labrada en la roca de la montaña. La escalera se hundía hacia el interior de la montaña y estaba llena de restos de arcilla y bloques de piedra. Tras descender 45 peldaños, Ruz alcanzó un primer rellano con un giro en forma de “U”. Aquí el arqueólogo descubrió la entrada a dos pozos que interpretó como puntos de entrada de luz y aire en la Antigüedad desde un cercano patio. Pero la escalera no terminaba allí.
Tras el rellano, otros 21 escalones llevaban a un pasillo occidental obstruido por una pared. Tanto al final como en el primer escalón alguien había dejado sendas cajas con ofrendas en su interior hechas en jade, cerámica y una hermosa perla en forma de gota. No quedaba más remedio que tirar abajo la pared para poder continuar en el descenso. Tras él, Ruz se topó con una nueva losa, en esta ocasión de forma triangular. A sus pies, como si se tratara de las ofrendas que anunciaban un enterramiento, los arqueólogos descubrieron huesos de seis jóvenes, uno de los cuales era una mujer. Exactamente se encontraban a 25 metros por debajo del templo de la cima, y a solamente 2 de la base de la pirámide. Más allá de la losa triangular, finalmente, había una cámara de 9 por 4 metros, cuyas paredes estaban decoradas con relieves en estuco. Era el 15 de julio de 1952 y Ruz acababa de hacer uno de los descubrimientos más apasionantes de la historia de la Arqueología. Lo más asombroso descansaba en el centro de la habitación. Allí había lo que en un principio creyeron que era un altar formado por una enorme losa de piedra de 3,8 metros de longitud, 2,2 de ancho, 25 centímetros de altura y de 5 toneladas de peso. La losa descansaba en un monolito de 6 metros cúbicos, apoyado en 6 grandes bloques de piedra trabajada, todo ello cubierto de espectaculares relieves. Mover la losa fue toda una proeza. En su interior, Ruz descubrió los restos humanos de un hombre de unos 40 o 50 años de edad. El cuerpo estaba boca arriba, con una máscara de jade cubriéndole el rostro y con orejeras. Entre otros tesoros que se descubrieron con él había figuras de jade y varias joyas en forma de diadema, collares, y anillos. Efectivamente, aquello era la tumba de un personaje importante de Palenque; el Señor de Pacal. Con ello no solamente daba un paso adelante en la historia de los grandes descubrimientos, sino que además daba un nuevo giro de tuerca a los estudios que había hasta la fecha sobre las pirámides mexicanas. El hallazgo de Ruz confirmó que los monumentos centroamericanos no
solamente eran lugares de culto sino que, además, se asemejaban a las pirámides egipcias. Esto es lo que dijo Ruz de la representación de Pacal en su losa funeraria: “Esta ‘Tumba Real’ de Palenque —señala el arqueólogo mexicano en su relato publicado en 1953 en el Illustrated News londinense— también nos permite suponer que la actitud hacia los muertos mayas del ‘halach uinic’ se aproximaba mucho a la de los faraones. La piedra que cubría la tumba parece confirmar esta apreciación y sintetiza en sus relieves algunos rasgos esenciales de la religión maya. La presencia aquí, en una losa sepulcral, de motivos que se repiten en otras representaciones, nos facilita quizá la clave para interpretar los famosos paneles de la Cruz y la Cruz Foliada (o Enramada) en Palenque, y también algunas pinturas de los códices. En la piedra en cuestión vemos a un hombre rodeado de símbolos astrológicos que representan el cielo —el límite espacial de la tierra del hombre y la morada de los dioses, donde el fijo curso de las estrellas marca el implacable ritmo del tiempo—. El hombre reposa sobre la tierra, representado por una grotesca cabeza con rasgos fúnebres, ya que la tierra es un monstruo que devora todo lo que vive; y si el hombre reclinado parece caerse hacia atrás es porque su inherente destino es caer a la tierra, el país de los muertos. Pero sobre el hombre se alza el bien conocido motivo cruciforme, que, en algunas representaciones es un árbol, en otras la estilizada planta del maíz, pero que siempre es el símbolo de la vida surgiendo de la tierra, la vida triunfante sobre la muerte”.
Sin embargo, poco después la polémica no tardó en ver la luz con otra interpretación más arriesgada. La descripción que hace Erich Däniken del relieve, cuyo descubrimiento fecha de forma errónea en el año 1935, no tiene desperdicio. “Ante nuestros ojos aparece un ser humano, sentado, con el torso inclinado hacia delante en la actitud del corredor ciclista; cualquier niño de nuestros días identificaría su vehículo como un cohete. El artefacto tiene una cabeza puntiaguda, continúa con unas extrañas aletas estriadas, luego se ensancha y termina a popa en un fuego llameante. El propio ser, encorvado y tenso, manipula una serie de palancas indefinibles y apoya el talón izquierdo en una especie de pedal. Su indumentaria es funcional: un pantalón corto a cuadros con un ancho cinto, una chaquetilla de moderno corte japonés, gruesas manoplas y polainas. Puesto que conocemos ya como precedente otras representaciones similares, nos extrañaría mucho la falta del complicado sombrero. Pero no, ahí está de nuevo el casco con sus resaltes y pinchos semejantes a antenas. Nuestro astronauta —su silueta es inconfundible y, por tanto, podemos llamarlo así— no evidencia sólo acción por la actitud; ante su
vista cuelga un aparato que él observa con mirada fija y penetrante. Entre el asiento delantero ocupado por el astronauta y la parte posterior del vehículo, donde vemos cajas, círculos, puntos y espirales, hay varios puntales”. Que cada uno saque sus propias conclusiones ayudándose de las imágenes que aquí acompaño.

No olvides leer...

Nacho Ares, Arqueología de los dioses, Aguilar, Madrid 2007.
C. W. Ceram, En busca del pasado, Destino, Barcelona 1959.

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